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vendredi 2 mai 2025

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Lengua Urbana

Añadido el 21 de febrero de 2011
Asuntos relacionados con la Lengua y con la creación literaria.
Autor:José Urbano Hortelano Platero
Centro:IES Diego Torrente Pérez
Localidad:San Clemente

Listado de entradas

  • Añadido el 1 de diciembre de 2018
    La idiocia es una deficiencia mental adquirida en la niñez y generalmente de origen congénito. Siempre ha existido una idiocia colectiva, una idiocia contraída por contagio social más que por herencia. Arrastra a una comunidad a comportarse como un ente ciego, sin raciocinio. La idiocia colectiva es capaz de aupar al poder a un imbécil, a un inepto y hasta a un psicópata para que rija los destinos de la sociedad. En el siglo XXI, con el acceso fácil a la información y a la cultura, esta idiocia colectiva se tendría que haber atenuado, pero no. La idiocia colectiva sigue vigorosa. Ha llevado a muchos de sus campeones a gobernar países poderosos: Trump, Putin, Bolsonaro, Salvini... Personas que deberían ser tratadas de su dolencia firman tratados y manejan armamento.
    Si bajamos a nuestra cotidianidad, comprobamos que la idiocia colectiva ha aupado a necios declarados en medios de comunicación, cargos empresariales, dirección de hospitales, rectoría de las universidades, en la cabeza de los partidos políticos, en los órganos de decisión de los institutos de enseñanza, de las guarderías, de los clubes deportivos... Es espeluznante ver a los incapaces mentales, a los menguados en cargos de gobierno, enredados en el complejísimo arte de organizar una colectividad. Y lo mejor es que los hemos elegido nosotros, víctimas de una idiocia contagiosa que nos hace votar como si no rigiera la razón en nuestros actos, sino el interés particular, la insania y la irresponsabilidad.
    En nuestros casos domésticos, esta nueva idiocia colectiva se agrava con nuestra atávica propensión a la envidia y a la soberbia. Nos molesta ver a un sabio, a una persona trabajadora, a una mujer competente, a un hombre honesto, dirigirnos, porque nos resulta más complicado criticarlos o arremeter contra ellos. Porque comprobamos, angustiados, que nosotros no podríamos hacerlo mejor. Nos puede la perversión de elegir a un incompetente, a un necio, a un menguado, a un gandul, para tener la sensación malsana de que su papel lo podría hacer uno mucho mejor. Para regodearnos en el barro de su fracaso, que aunque también es el nuestro, sobre todo es el suyo.
    Todo comienza cuando al lelo o al gamberro lo elegimos delegado de clase, para reírnos de él o para provocar conflictos innecesarios (ellos tienen perdón, están sin cultivar). El problema es que el personal de presunta "alta cualificación" es tan propenso a la idiocia colectiva como los infantes. La ética se pierde por los agujeros de los bolsillos (apolillados por los intereses) y la razón se abandona en pro del espectáculo del lelo gobernando asuntos que maneja con dificultad el sabio. Qué eufónica palabra, idiocia, y qué peligrosa.
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  • Añadido el 28 de noviembre de 2018
    Los días de jefatura de estudios están llegando a su fin, pero mientras quede uno, siempre habrá esperanza para la sorpresa y la escatología. La mañana no había ido mal, incluso se podría hablar de calma chicha, que siempre presagia tormenta. No se hizo esperar.

     Un chico de FP, mayor de edad, con objetos de ferretería en orejas y narices conduce a dos muchachos de 3º de ESO. Uno de ellos es bastante conocido en jefatura. No por ser mal chico, sino por estar un tanto alelado y caer en medio en muchos de los jaleos que se montan en el instituto. El otro tiene cara de susto (y de bueno). El de FP comienza el relato de los hechos con firmeza: “Estaba yo haciendo de vientre en el váter…” Primer momento de retención (uno no debe reírse en estas circunstancias). “…cuando oí jaleo fuera, en los urinarios. Se oía cómo la hoja de la ventana golpeaba una y otra vez contra la pared… Me limpio, salgo y cae delante de mí el cristal de la ventana. ¿Quién la ha roto?, no te lo puedo decir porque estaba haciendo de vientre, pero estos dos y alguno más estaban fuera cuando he salido”. Me pasma la responsabilidad del muchacho de la ferretería en la cara. Se muestra con más decisión y civismo que muchos de los profesores  del centro, que ante los altercados suelen hacer la vista gorda para no verse metidos en líos. El alumno alelado dice que él solo estaba allí, no ha golpeado la ventana (ya me lo imaginaba). Tiene la virtud de encontrarse siempre en el lugar adecuado, pero él nunca es autor de nada. El otro se confiesa como el último que tocó la ventana (solo la rozó, según él). Debía estar medio rota porque si no, no se explica cómo ha caído, apenas la ha rozado. Entra el alumno de FP otra vez como testigo escatológico. “Cuando yo estaba haciendo de vientre, oí muchas risas y varios golpes de la ventana contra la pared”. Se confirma pues, según el testigo de la causa, que no ha sido solo un roce ni un accidente, sino algo intencionado. Los chicos de 3º miran un tanto asustados y delatan al resto de los implicados en cuanto se lo pido. No les cuesta nada dar nombres y apellidos. Si se comparten culpas, sabe mejor el castigo. El chico culpable sigue con su cara de bueno (un poco menos) y de asustado (un poco más). El alelado continúa con el gesto de siempre, es incapaz de cambiar su suerte. Lo esperamos próximamente. El alumno de FP está satisfecho, por haber cumplido con su deber de ciudadano y por alguna otra cosa, evidentemente.    
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  • De la larga lista de preposiciones que aprendíamos en el colegio dos me resultaban intrigantes: cabe y so. No recuerdo si alguna maestra se apiadó de nosotros y nos explicó que esas preposiciones ya no se usaban (como sí antiguamente: cabe el monte, so pena), pero igualmente ahí quedaron ambas en la lista, año tras año. Las preposiciones —en la gramática, básicamente palabras que vinculan elementos entre sí: lápiz con goma, libro sobre arte— se convirtieron para el alumnado de mi generación en una cadena de unidades que funcionaban solo en esa lista. Sabérsela era un fin en sí mismo.
    Entre los contenidos que los escolares españoles de primaria estudian antes de los nueve años se incluyen conceptos como saber qué es un determinante, qué es la sílaba tónica o qué es un adjetivo. La que firma es una profesora de Lengua a la que esto le parece espeluznante, ya que, en la práctica, supone que al tiempo que se está enseñando a los niños a leer y a escribir, el maestro se ve obligado a explicar (lo dice la normativa, lo pone en los libros) que un adjetivo acompaña al sustantivo y lo explica o especifica según su posición, o a exponer que este y otro son determinantes, o que hay sílabas átonas y tónicas. La hipertrofia del metalenguaje en primaria resulta llamativa en tanto que estos contenidos no resultan particularmente difíciles de entender ni de aplicar en secundaria. Es lógico que los estudiantes piensen que la gramática sigue siendo para ellos un intangible que les causa extrañeza y es lícito que los profesores bufen porque los alumnos ya no recuerdan un contenido que se les lleva enseñando desde pequeños; transmitir ese metalenguaje en edades cortas roba tiempo para lo fundamental: aprender a expresarse, a leer con gusto, a saber hablar en público... Son los otros objetivos que se recogen en los programas y que resultan perjudicados por el peso de la enseñanza teórica: la inflación de contenidos metalingüísticos en las escuelas merma la capacidad de los profesores para enseñar a expresarse.Enseñar la lengua es, claro, enseñar un lenguaje especializado (que llamamos técnicamente metalenguaje, en tanto que usamos las palabras para hablar de las palabras); tecnicismos de la lingüística son etiquetas como sujeto, oración coordinada o la propia de preposición. Este metalenguaje respalda a una teoría que puede ayudar a mejorar nuestra práctica del idioma: saber de metalenguaje, entre otras cosas, sirve para conocer los componentes que usamos al hablar y sus estructuras subyacentes, y puede ser un buen auxilio cuando se aprende una segunda lengua. Nadie niega que este sea un contenido relevante en el proceso educativo, pero viendo cómo están las cosas en nuestros libros de textos y qué conseguimos con ellos en los resultados de nuestros alumnos, a lo mejor es necesario pararse a reflexionar sobre cuánto metalenguaje enseñamos y, sobre todo, cuándo lo hacemos.
    Desconfiaríamos de una profesora de flauta que no consiguiera tras un año entero de clases que nuestro hijo tocase al menos una melodía fácil con el instrumento. Pídale a un niño de primaria que explique qué pasó ayer por la tarde en la plaza y verá si es capaz de hacer un discurso coherente, con riqueza léxica y argumentando un punto de vista. Tal debería ser el objetivo de una clase de Lengua impartida a un niño. De su logro se beneficiarían todas las otras materias escolares.
    Por supuesto, las sucesivas reformas educativas (o sea, la reforma de la contrarreforma de la enésima ley educativa no consensuada) han ido introduciendo la necesidad de enseñar a usar la lengua. Y claro que hay maestros que se esfuerzan por poner a sus alumnos a hacer cosas con palabras: los espacios docentes en la Red nos han permitido asomarnos a los blogs de clase de profesores que nos muestran a alumnos escribiendo de forma creativa, argumentando, explicándose. Pero, cuidado: también ellos han tenido que perder un buen rato explicando a los de segundo de primaria qué es un adjetivo.
    No tiene sentido que saber usar la lengua sea lo que nos queda cuando olvidamos lo que aprendimos en las clases de Lengua del colegio. Por eso, si usted ve que el maestro de Lengua de su hijo lo pone a preparar una entrevista, o a hacer fotos de carteles de la calle para que entienda que vive en una sociedad multilingüe, si su hija tiene que hacer un trabajo de Lengua que consiste en leer y contar a los demás una noticia de prensa, si la profesora del niño monta una obra de teatro en clase, si entre los deberes del fin de semana está aprender un poema o ir a una biblioteca y hacer una ficha de un libro, o si en el colegio lo están estimulando a leer dos libros al mes, piense que su hijo está recibiendo la enseñanza de Lengua más importante. Está aprendiendo a hacer cosas con, contra, de, para, por, sobre las palabras. Y el resto de preposiciones de esta frase las puede completar el lector si aún recuerda la lista que le enseñaron en la clase de Lengua.
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  • Atrapados por la cultura catalana, nos sumergimos, el tercer día de viaje, en su historia más antigua. Los romanos se instalaron en Tárraco porque siempre era primavera allí (y no voy a nombrar al Corte Inglés, coño, ya lo he hecho). Otra guía espigada (los calçots estirán los huesos), joven y educadísima nos conduce extra e intramuros de la ciudad primaveral, por los rincones del siglo II d. C. Es la época del esplendor de Tárraco (treinta mil habitantes, como Tomelloso). Mientras la guía intenta vestirnos el peplum, Alberto no consigue que su botella de agua de medio litro se pose derecha sobre los sillares de Augusto. Violeta pregunta una y otra vez por el tiempo libre (Zara la llama) y Raúl escucha entusiasmado mientras piensa en su abuelo y en su alambique recién fregado. El mar, al fondo, sirve de telón natural al circo romano, aunque la belleza no está reñida con las necesidades físicas: todos al servicio y a almorzar.
    En la villa romana de Els Munts, Faustina, una patricia romana de buen ver, a pesar de su más de dos mil años, nos viste con túnicas de esclavos y nos presta un cuadernillo con tablilla de cera incluida para que participemos de la visita activamente. Los romanos lo inventaron todo, ya lo dijeron los Monty Python y Faemino y Cansado, desde las letrinas hasta los métodos de investigación del CSI. Faustina, también joven y amabilísima, nos vuelve a confirmar el talante culto y afable de los pobladores de estos territorios. Será la primavera eterna. Será. 
    En Gavá, las banderas españolas le ganan la partida a las esteladas en los balcones. A nadie importa este dato, a mí tampoco. Visitamos unas minas de variscita, arregladas por la inversión pública para que conozcamos nuestro pasado sin banderas. De los romanos hemos descendido hasta los iberos. Yo solo había visto la variscita (un mineral verde) en los collares que los africanos venden en Calpe. Raúl sigue pensando en su abuelo y en una llamada que recibió de su amigo Eduardo a las dos de la mañana. La pregunta de Eduardo era ciertamente misteriosa: "¿Qué haces?" Ni Miguel (el amigo de las apuestas deportivas) habría fallado la respuesta: "Dormir, coño, dormir". Violeta sigue requiriendo tiempo libre. 
    Tras sumergirnos en lo más hondo del pasado catalán (y esto es literal), abandonamos la comunidad de Torra y Rosalía. Ellos no lo saben, pero ya han sido colonizados por los japoneses. Pronto veremos a un presidente catalán con los ojos rasgados y un palo selfie sentado en los escaños de la Generalitat. Antes, pasamos por una lonja de pescado en San Carles de la Rápita. Es el último bastión: dinero, mar y tradición. Pulpos de roca y canaíllas. Las mismas que se pescan en Peñíscola, ciudad de Calabuig, del chiringuito de Pepe, de una camarera rumana un tanto ida y del papa Luna (amante de los cascos de astronauta y de los castillos de piedra berroqueña). Raúl se fotografía en su regazo y actúa para todos nosotros interpretando un papa demasiado honesto. Violeta vuelve a preguntar por el tiempo libre con escasa convicción (Zara ya no está). 
    La playa de Peñíscola nos atrae, nocturna y sola. Nos rendimos a ella. Es noviembre y solo queremos mojarnos los tobillos para mejorar el riego sanguíneo y para bañarnos de luna, que ilumina el castillo con ansia de travesura. Una ola traicionera nos alcanza las rodillas y después las ingles. Admirar la luna desde el paseo marítimo habría sido suficiente ofrenda. El mar, la mar no respeta ni los pantalones remangados ni las fronteras. Lo mismo ahoga a un catalán que le encoge las pelotas a un utielano. Después paz, la misma que se respira en el empedrado de las calles de Peñíscola en otoño. Raúl sigue pensando en su abuelo, ahora enfundado en un chubasquero que recuerda mucho al del protagonista de Viernes 13 o a doña Rogelia. Me rindo a su estética: jersey de lana, polo, cazadora de cuero y chubasquero XXL con capucha abotonada. Ni el papa Luna lo habría vestido mejor. Seguimos al estandarte, una palma mustia que sirve de bandera a los entusiastas de la cerveza, la cultura y el mar nocturno. 
    Violeta duerme. Sueña con los pasillos iluminados de las galerías comerciales de Valencia.            
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  • Nos vamos a jubilar como ejército. Después del primer día del viaje comprendimos que no íbamos a conquistar nada porque Barcino ya está asolada por los japos y porque aquí prima la educación y la cultura. Un pueblo bárbaro tiene poco que hacer en estos lares.
    "Cacaolat" fue de Rumasa, sí, del Superman cañí de los 90. No sé cómo un personaje de esta catadura se hizo con una empresa catalana de raigambre, pero lo cierto es que se apropió de ella y la hizo quebrar, como a cualquier otra. Al entrar en sus instalaciones, nos reciben Copito de Nieve (ya difunto) y un equipo de baloncesto de los setenta con bigotes camp. Las técnicas de marketing las dominan los catalanes como verdaderos americanos. El "Cacaolat", sí, el "Cacaolat" tiene una fórmula secreta, como la Coca-Cola. Así reza en grandes letras en una de las misteriosas oficinas que no podemos fotografiar. Nuestro héroe, Raúl, pretende importar esa misma técnica de marketing para darle realce y caché al aguardiente de miel que elabora su abuelo en un alambique traído de Portugal: "Aguardiente de Pozoamargo. Fórmula secreta".  
    La amabilidad de los catalanes con los que nos vamos encontrando me preocupa. ¿A ver si no va a ser real la maldad intrínseca que se nos vende de ellos? ¿A ver si no todo va a ser odio y manifestaciones contra Piolín?
    En el parque arqueológico de las minas de Gavá, sus guías también van contra la idea que nos habíamos forjado de los catalanes a través de los medios: nos hablan en español perfectamente, no echan fuego por la boca y ni siquiera tienen rabo. Eso sí, en el neolítico catalán ya lo dominaba todo el dinero y las piedras preciosas. 
    El colmo de esta impresión la recibimos en la visita a una "colla de castellers" en Sitges. No solo nos tratan en su casa como a amigos de toda la vida, no solo nos hablan con amabilidad, sino que, además, nos arropan y nos invitan a participar en sus tradiciones. A Javi, director fornido, lo envuelven con una faja negra para que sirva de base a un "castell". En lo alto, uno de los chicos de Fuenlabrada; alrededor, nuestros guerreros, transformados en dóciles "castellers". Visto desde dentro, desde el lugar en el que ensayan sus montañas humanas, se respira camaradería, emoción y buen rollo. Nuestros guerreros, ya sin armas ni armaduras, disfrutan abrazando y subiéndose a hombros de catalanes y madrileños (no, aquí no hay japoneses de momento). Laura, la presidenta de la "colla" es una chica altísima, de trato dulce y verbo cultivado. 
    ¿Por qué?, a ver, ¿por qué no encontramos a los endriagos y dragones que escupen fuego por la boca? ¿Por qué no nos hemos topado con los energúmenos que aparecen en televisión devorando escudos reales y toreros? No hay derecho a que uno venga a Cataluña y no respire odio en cada esquina. A ver si la mayor parte de la gente va a ser normal aquí, como en cualquier otro lado, y no vamos a tener ni la más mínima oportunidad de enfadarnos. 
    Cunit, tranquila ciudad costera en otoño, nos abraza y nos acuesta, nos mece en su regazo de matrona nutricia. Mañana nos espera Tarraco y los guerreros (por la noche vuelven a convertirse en hordas que asolan los pasillos de los hoteles) deben estar despiertos y ágiles para sortear sonrisas y buenas palabras.         
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  • Añadido el 23 de noviembre de 2018
  • A veces, las batallas para conquistar una plaza no son tan feroces como cuentan las crónicas. El 12 de noviembre de 2018, 24 guerreros y dos profesores de San Clemente viajaron hasta Cataluña con el firme propósito de asaltar la villa de Barcino, baluarte de la burguesía y algo más. Antes del enfrentamiento, visitaron el templo para rendir honores. En la Sagrada Familia ya se dieron cuenta de que la empresa tendría sus puntos de extravagancia: los vitrales aéreos y las filigranas místicas se conjugaban con unas esculturas sin rostro que poco tienen que ver con las de otras latitudes. Las audioguías nos sometieron a la maldición de Babel y los encantadores japoneses, coreanos y chinos nos despistaron y nos abrumaron, casi tanto, como la inmensidad de las bóvedas de cuento de terror. 
    Como todos los ejércitos clásicos, nosotros también tenemos nuestros héroes. El de hoy se llama Raúl, joven espigado y severo que encanta con su labia de otros tiempos. Pero se encuentra flojo de ánimo. Una noche toledana de pasta de dientes y endriagos lo tiene como a Aquiles sin Briseida. Como los ejércitos griegos, esperamos ansiosos su vuelta al combate. 
    La incursión en el barrio gótico ha supuesto una derrota anunciada. Una guía locuaz, de espíritu dramático nos desactiva el espíritu bélico y nos dispone a la admiración. Sus explicaciones sociológicas sobre el poder eclesiástico y burgués nos desarman: la catedral, los edificios urbanos, hasta el pavimento, son una muestra obscena de dinero y poder. Incluso el tránsito del románico al gótico tiene una explicación que pasa por las veleidades de los que deseaban seguir ostentando los privilegios. Rebeca, así se llama la encantadora, nos conduce, a través de la anarquía, hacia la delicia del desprecio al poderoso. Mientras escuchábamos su interpretación, una modelo posaba ante un fotógrafo, como los siervos de la gleba se prestaban a los abusos del burgués mangante de turno. Sí, Barcino se fundó en el año 10, y desde entonces el dinero corrompe al ciudadano y a su circunstancia (como en cualquier otro lugar). 
    La tropa toma un refrigerio: pollo de payés y patatas de las de siempre. 
    Por la tarde, Gaudí, ese empleado de la burguesía y del clero. Ese genio entregado a la religión y al dinero nos muestra de nuevo su locura en columnas de insania, bosques de piedra y naturaleza sinuosa. Es el parque Güell, donde se encierran los vicios y los sueños burgueses de un bohemio sin tranvía. Raúl, nuestro héroe de andar por casa, asegura que su tío es familia del negrero Güell. Esta revelación nos anima: es posible que uno de nuestra soldadesca sea heredero del dinero catalán. Sin embargo, Raúl solo reza por poder comprar un número de lotería y para que su abuelo mejore de su tendón roto. Los héroes de verdad son así: llanos y sin elevaciones, como quería don Quijote. 
    En las Ramblas el ejército se vuelve a encoger ante el poder artístico de la burguesía catalana: la Boquería, el Liceo, la plaza del Rey (donde leemos a George Orwell para contrarrestar el gran hermano que llevamos dentro). Nuestro héroe, Raúl, despierta ante la adversidad. En un quiosco de las Ramblas le ofrecen un condón de propiedades extraordinarias, según su vendedor oriental: "Kalité, kalité, chiqui, chiqui, chiqui, chiqui". Raúl sonríe victorioso. 
    El ejército se deprime en el autobús bajo los ritmos de Estopa y Bisbal. Esto mata a cualquiera y eso que, en un último intento por reactivar a la tropa, nuestro héroe se lanza a cantar "La Campanera". El trajín del día hace estragos y otro de nuestros héroes, Pedro,  "el de la vejiga breve", se muestra más humano que nunca. Detiene nuestro camino porque se mea, porque no puede aguantarse, como si fuera un simple mortal. Los dioses no están con nosotros. El retraso puede llevarnos al fracaso. Y esto no lo dice Herodoto, sino la Terremoto de Alcorcón, que suena a toda mecha por los altavoces.  
    El descanso del guerrero es necesario. Encontramos un "rockódromo-bar" muy peculiar. Mientras sorbemos nuestras pintas, admiramos las proezas de los escaladores. Un magíster con rastas parece encargado de varear las costillas de quienes no consigan encaramarse con soltura al muro. Pero no. Al poco, lo vemos enredando su lengua con una escaladora. Definitivamente, en Barcino solo hay amor... y japoneses. Los conquistadores estamos de más. Por eso rendimos nuestras armas y nos dedicamos al sabio oficio de la observación y del aprendizaje. Seguro que nos da más alegrías que las espadas. Todos nuestros soldados están de acuerdo, incluidos Enrique "el Largo", Patiño "el Mentalista de mapas" y Sonia "la escudera fiel". 
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  • Añadido el 6 de noviembre de 2018
    Philip Roth murió sin recibir el Nobel. Igual que BorgesEste enlace se abrirá en una ventana nueva, JoyceEste enlace se abrirá en una ventana nueva, Henry JamesEste enlace se abrirá en una ventana nueva, ProustEste enlace se abrirá en una ventana nueva y otros grandes escritores. En una entrevista, afirmó con ironía que si hubiese titulado de otro modo El lamento de Portnoy, una feroz introspección sobre las filigranas y paradojas de la mente humana para abordar y satisfacer el deseo sexual, quizás la Academia sueca se hubiera decidido a concederle el ansiado galardón. Probablemente, un título más pomposo, como ‘El orgasmo bajo el capitalismo rapaz', habría vencido todas las objeciones y reparos. Provocador nato, a Roth nunca le preocupó molestar, incomodar o incluso perturbar. En ¿Por qué escribir?, una recopilación de ensayos, entrevistas y discursos, confiesa que nunca ha experimentado la creación literaria como un placer. Durante cincuenta años, se enfrentó a la página en blanco con angustia y sentimiento de indefensión. “Para mí, escribir era una hazaña de supervivencia. La obstinación, no el talento, me salvó”. 
    Para escribir, según Roth, hay que olvidarse de cualquier anhelo de felicidad. El escritor se impone a sí mismo una “tarea irrealizable”. Si se compadece de su sufrimiento, abandonará su trabajo. Roth admite que escribir es una forma de huir de la culpabilidad, la autodestrucción y el nihilismo. Tal vez por eso nunca ha dejado de realizar incursiones en la literatura de Kafka. Aficionado a las ucronías, Roth inventa una vida alternativa para el autor de La metamorfosis, que titula “Siempre he querido que admiraseis mi ayuno”. Kafka emigra a Estados Unidos y se establece en Newark, New Jersey, enseñando hebreo y la Torá en una sinagoga. Entre sus alumnos, se halla el niño Philip Roth, que le adjudica un mote despectivo. Sus padres invitan a comer a Kafka y organizan un encuentro con la tía Rhoda, con la intención de poner en marcha un romance que acabe en boda. Kafka actúa con la máxima corrección, pero cuando al fin se cita con Rhoda, su inhibición emocional y sexual provoca una catástrofe. El tímido y discretísimo profesor de hebreo nunca podrá formar una familia, ni mantener una relación normal con una mujer. Solo es feliz en la seguridad de su madriguera. Fallece en 1948. No deja supervivientes. Ni libros. Sólo cuatro cartas enfermizas que conserva tía Rhoda, sin prestarles mucha atención. 
    La “otra vida” de Kafka es la única pieza de ficción. En los ensayos y entrevistas, Roth habla de muchos temas, pero concede una especial atención a la creación literaria y a la identidad judía. En el siglo XX, el escritor se ha despegado de la realidad. Su prosa, en particular cuando es musculosa y enfática, gira alrededor de su ego, incurriendo en el onanismo, lo cual reduce faltamente sus posibilidades narrativas. Ese fenómeno no constituye un brote de narcisismo, sino la constatación del divorcio entre el escritor y la sociedad. Roth se ha ocupado de su yo, pero no ha descuidado los problemas de su tiempo. 
    Su estilo ha pretendido captar “la espontaneidad y la soltura del lenguaje hablado”, pero con las dosis de “ironía, precisión y ambigüedad” que han caracterizado a la retórica literaria más clásica. Se ha negado a amordazar su pluma con tabúes e inhibiciones. La función del escritor es incordiar. Con frescura, descaro y valentía.
    Adoptar esa actitud con el tema de la identidad judía, le ha causado muchos disgustos. Acusado de antisemitismo, ha respondido que airear las manías y los vicios de la comunidad judía, no implica un odio patológico. Roth no reniega de su condición de judío. Solamente quiere dejar claro que la mayor virtud del pueblo judío es su capacidad de renacer y reinventarse después de siglos de persecuciones y pogromos, no la de imitar la beligerancia de otras naciones. 
    Ante los reproches de supuesta misoginia, Roth aclara: “No he entonado la alabanza de la superioridad masculina, sino que más bien he presentado a la masculinidad vacilante, constreñida, humillada, devastada y derribada”. Más que entrevistar, Roth dialoga con Primo Levi, Aharon Appelfeld, Milan Kundera y otros escritores. Appelfeld apunta que el pueblo judío, a pesar de todos los agravios y matanzas, “no ha perdido su rostro humano”. Kundera afirma que la novela no puede prosperar en países gobernados por el fanatismo político y religioso. Primo Levi, un hombre lleno de “vivacidad y arraigo”, elogia el trabajo como vocación, tan distinto del Arbeit de Auschwitz, fuente inagotable de padecimientos. 
    En un breve y esclarecedor ensayo, Roth reconoce su deuda con Saul BellowEste enlace se abrirá en una ventana nueva: “Fue el Cristóbal Colón de la gente como yo, de los nietos de inmigrantes que quisieron ser escritores norteamericanos”. Después de releer todos sus libros y dar por finalizada su trayectoria como escritor, Roth utiliza unas palabras del campeón de boxeo Joe Louis para formular una conclusión: “Lo he hecho lo mejor que podía con lo que tenía”. 
    ¿Por qué escribir? es un festín para la inteligencia. Divertido, irreverente, lúcido, imprevisible. Cuando Philip Roth pide a Wikipedia que corrija un error en su entrada sobre La mancha humana, la enciclopedia le contesta que sin duda es la mayor autoridad sobre su obra, pero no puede atender su petición, si no le facilita una fuente secundaria fiable. En sus últimos años, Roth dejó de maltratarse a sí mismo con el áspero oficio de escribir, limitándose a esperar la venida de la muerte con la mayor dignidad posible.
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  • Gabriel Miró (Alicante, 1879-Madrid, 1930) es uno de los mejores prosistas de la Edad de Plata, pero su obra apenas se lee. Para algunos, solo es un autor costumbrista, apegado a lo rural y con un estilo innecesariamente moroso, que impide a sus novelas adquirir el ritmo necesario para emocionar al lector. Ortega reconoció su maestría formal, pero le acusó de malograr el conjunto con un esteticismo que convertía cada página es un deslumbrante (y extenuante) prodigio, incompatible con la construcción de una trama y unos personajes. Yo no aprecio nada de eso. Miró no es un autor costumbrista, pues rehúye el tópico y el color local. Su mirada es profunda, crítica e innovadora. No es un espectador, sino un testigo que viaja al fondo de las cosas, expresando su malestar cuando presencia una injusticia. Su visión de España no es autocomplaciente. No le tiembla la pluma al hablar de la violencia que soportan los niños, los animales, las mujeres y los grupos sociales más vulnerables. Más cerca de Ortega que de Unamuno, sueña con la reforma social de un país política y culturalmente atrasado, pero sortea con elegancia la trampa del radicalismo, que sí sedujo al último Valle-Inclán. Su pasión por el campo no es una veleidad provinciana, sino la expresión de una honda inquietud espiritual. Al igual que un fenomenólogo, Miró observa la naturaleza, intentando capturar esencias, no simples reflejos. Su prosa se muestra tan exigente como la de Proust, Joyce o Virginia Woolf. No hay esteticismo, sino una aguda exigencia intelectual que no cesa de buscar el punto de encuentro entre la palabra y la materia.
    “Gitanos” es una estampa o capítulo de Años y leguas, su último libro. Publicado en 1928, el protagonista una vez más es Sigüenza, trasunto o posible heterónimo de Miró, que deambula por el Levante como un peregrino con sed de absoluto. El escritor siempre profesó un cristianismo semejante al de Pérez Galdós, lejos de cualquier forma de intolerancia o dogmatismo. Su ternura con los más débiles nace de su identificación con las enseñanzas del Sermón de la Montaña. Poco amigo de penitencias, su literatura rebosa misericordia y un ardiente deseo de renovación espiritual e institucional. El obispo leproso (1926) ha pasado a la historia como una obra anticlerical. Miró estudió con los jesuitas y se mostró muy crítico con su modelo de enseñanza, autoritario e intransigente. Sin embargo, ese punto de vista convive con una fe firme, sin fisuras. No es Unamuno, atrapado por terribles dudas. Al igual que el prelado de El obispo leproso, Miró cree que es posible otra Iglesia, con un mensaje más humano y compasivo, opuesta al fanatismo y la dureza de corazón. “Gitanos” es un ejemplo de la sensibilidad del verdadero cristiano, que “no odia porque sabe comprender” y manifiesta “sentimientos de paz, porque ama” (Es Cristo que pasa). El capítulo comienza con una alusión humorística al trabajo literario, que presupone orden, disciplina, claridad. Sigüenza se rodea de libros, tabaco y promesas, pero su sosiego se quebranta cuando una mosca logra burlar la red metálica concebida para cortar el paso a los insectos. En un pequeño cuarto encalado, con una mesa sin barnizar y unas sillas de esparto, una mosca “con sus ojos hinchados de color café” y su trompa latiendo, puede ser más perturbadora que “un grito”. La irrupción de una avispa añade dramatismo a la situación, pues su aguijón puede hundirse dolorosamente en la carne. Sigüenza logra aplastarla con un “bárbaro golpe”. Después, contempla de cerca “su cintura, su vientre, su corpezuelo afilado, su vello estremecido”. La muerte no ha logrado borrar su belleza. El escritor puede parapetarse en una trama de palabras, pero el mundo nunca se cansará de convocarle, mostrándole la ambivalencia de la vida, con su carga de sufrimiento y sus explosiones de júbilo.
    Sigüenza se asoma al balcón y se embriaga con “la avidez del verano”. En el medio rural, se nota más el peso del tiempo, el tránsito “del paisaje tierno a los campos en rastrojos”. De repente, se escucha la voz “maja y zalamera” de un gitano, que habla con la labradora del casalicio donde el escritor se ha alojado. Se trata de una labradora “vieja y desmedrada” que no disimula su miedo ante “un mozallón, roído de viruela, con un alboroto de tufos de pringue, la mirada caliente y los colmillos blancos como de mastín”. Al joven le acompaña “una tribu andrajosa”, con niños sucios, viejos flacos como galgos, mujeres con ropa mugrienta y jumentos que tiemblan de hambre y miedo. El conjunto desprende una sombra lúgubre, casi podrida, que se tiende en el camino como un animal extenuado. El gitano pide un costal de paja para “una mujer enferma, que no tiene dónde recostarse, lo mismo que la Virgen Santísima”. La labradora se niega con terquedad, alegando que la paja no es de su propiedad, sino de los campesinos que trillan en la era. El gitano gime, se desespera, escupe y acecha el interior de la casa, con ojos de aguilucho. Sigüenza interviene, pidiéndole contundentemente que se marche con su gente. Su puño crispado en el bolsillo de la americana insinúa que tal vez esconde un arma. El gitano baja la cabeza y, humillado, se retira, no sin murmurar y maldecir. La rabia y la consternación se reflejan en la mirada de viejos, mujeres y niños, que reemprenden la marcha, levantando “un polvo y vaho de muladar”, mientras se lamentan de su negra suerte. La labradora agradece a Sigüenza su gesto, con una exclamación que parece “un salmo”. El escritor vuelve a su aposento y saca la mano del bolsillo, depositando sobre la mesa una petaca de cuero, el estuche de unos anteojos, yesca para hacer fuego y una pluma estilográfica. En su rostro resplandece “una sonrisa de buen sabor de vida”. Piensa que ha obrado como un héroe.
    A la caída de la tarde, Sigüenza parte hacia el pueblo más cercano para realizar unas compras. La labradora le advierte que los gitanos quizá le esperen en un recodo del camino para vengarse, especialmente si se entretiene demasiado y anochece. Sigüenza está a punto de desistir, pero el orgullo le anima a no renunciar a su plan. Se adentra en la carretera, escrutando la lejanía. Cuando llega a su destino, despuntan las primeras estrellas. Entra en la tienda y hace sus compras, rodeado de labradores y mujeres de negro. Aún le queda tiempo de subir a la diligencia y no hacer el camino de vuelta de pie y a oscuras, pero quiere demostrarse a sí mismo que no tiene miedo. Se despide del tendero, comentando que espera tener suerte y no toparse con los gitanos. Está a punto de narrar su proeza, pero el comerciante se adelanta, explicándole que ya están muy lejos: “Yo los vi. No tenían paja; y una de sus mujeres daba compasión porque había parido en el suelo como una borrega…”.
    El conmovedor texto de Gabriel Miró es un acto de desagravio particularmente necesario en nuestras letras. Aún cuesta digerir las duras e injustas palabras de Cervantes en La gitanilla (1613) sobre una comunidad que ha sufrido toda clase de ultrajes y persecuciones. Las grandes dotes de narrador de Gabriel Miró se ponen de manifiesto en este capítulo. El paisaje no es un telón de fondo, sino una realidad viva y cambiante que se concierta con las emociones de los personajes. Sigüenza no es un simple contemplador. Su aguda conciencia estética y moral alumbra un lenguaje sensual, pictórico, reflexivo. Comencé a leer a Gabriel Miró en ediciones sueltas. En 1931 apareció en Madrid la primera edición de sus obras completas, elaborada por los “Amigos de Gabriel Miró”. En 1942, Biblioteca Nueva publicó toda su obra en un solo volumen. Entre 2006 y 2008, la Biblioteca Castró reunió todos sus libros en tres volúmenes, incluyendo sus dos primeras novelas, repudiadas por el autor, y varios textos inéditos. Se hizo cargo de la edición Miguel Ángel Lozano Marco, catedrático de la Universidad de Alicante, que elaboró excelentes estudios introductorios y una exhaustiva y selecta bibliografía. Gabriel Miro es uno de nuestros clásicos más olvidados, pero en sus libros fulgura la belleza y se intuye la eternidad.
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